Molly le dio la última calada al pitillo mientras observaba pasar el tráfico al otro lado de la ventana. Era tarde, más de las ocho, y ella ya debería estar en casa, pero se había quedado en la biblioteca de la universidad para acabar un trabajo con una amiga. La bibliotecaria hacía un par de horas que había huido, con lo que se habían quedado solas, de ahí que Molly fumara en el recinto. Y su amiga, como era natural, se había quedado dormida, gracias al efecto soporífero que la Historia producía en ella.
Anna Molly , Molly para los amigos, era una chica curiosa. Podía decirte las palabras más amables y, al instante, convertirse en la persona más odiosa de la Tierra y desearte toda clase de desgracias. Y todo ello siempre con una naturalidad pasmante, reacciones casi instantáneas. Vivía en una de esas ciudades impersonales en algún lugar perdido, llena de gente, llena de ruido y llena de gris. Nunca pasaba nada interesante, y si pasaba algo, nunca ocurría cuando ella estaba cerca.
Sí, bueno. Molly era una de esas personas que se conforman con lo que tienen porque "aun no pueden hacer nada", aunque aquello no quería decir que su vida la hiciera feliz. No le quedaba más remedio que asistir a las aburridas clases de la universidad, que escuchar las estupideces de sus insoportables compañeros de clase, que aguantar las reprimendas de su madre cuando la escuchaba decir algún taco, o que pasarse tardes y tardes sentada en su casa o en algún banco del parque, mientras esperaba que el tiempo pasara. Molly sabía que aquello era lo que había, al menos hasta que pudiera sacar algún dinero para abandonar ese lugar. Y nunca trataba de escapar de todo aquello, básicamente porque sabía que tarde o temprano tendría que regresar.
Molly estaba recogiendo los libros y metiéndolos en las mochilas cuando Diane se despertó.
-¿Dónde estoy? -preguntó con voz tomada.
-En la biblioteca. Estábamos haciendo el trabajo de Historia cuando te quedaste dormida.
-Ah, sí... ¿Qué tal ha quedado?
-Bueno, no ha quedado mal. Faltan un par de cosas, pero de eso te vas a encargar tú -dijo Molly con una sonrisa.
-Tan simpática como siempre...-replicó Diane.
Molly habría comenzado una discusión de no ser porque sabía que Diane estaba totalmente dormida, y bueno, para qué mentir, porque su tren salía dentro de diez minutos y dudaba si podría llegar a la hora.
-Te he metido los libros en la mochila -le explicó mientras se ponía el abrigo -. Ten cuidado, no te mates por las escaleras al salir.
-Sí, mamá... -respondió Diane sonriendo.
Molly le devolvió la sonrisa y salió de la biblioteca rápidamente.
Al salir del edificio, Molly fue recibida por una ráfaga de aire helado. Maldijo haber olvidado los guantes en casa mientras corría hacia la estación de trenes, unas cuatro o cinco calles más allá.
Para cuando la muchacha llegó a su destino, el tren llevaba casi un minuto parado, es decir, que faltaban escasos segundos para que saliera de aquella parada. Por si fuera poco, iba lleno hasta arriba, y Molly sopesó durante un instante la idea de quedarse en tierra y esperar a que llegara el próximo tren. Pero claro, estaba perdiendo la sensibilidad de manos y pies, y como tenía un miedo terrible a la amputación, corrió como si no hubiera mañana y saltó justo a tiempo al interior del vagón, golpeando en su caída a una señora con un bolso más grande que su cabeza y a un hombre joven que llevaba una maleta roja algo desgastada. Al acercarse a la ventanilla observó su imagen. Tenía el pelo totalmente alborotado y se había abrochado mal los botones del abrigo. No había sitio en aquel tren, así que se agarró a una de las barras metálicas y esperó.
Al llegar a la siguiente parada, una mujer se levantó de su asiento. Molly no desperdició la oportunidad y se lanzó a él. Tenía los pies tan fríos que no parecían ser suyos, y se dedicó a moverlos en círculos mientras leía un libro que había robado en la biblioteca. Entonces, el vagón dio un pequeño brinco y el libro cayó al suelo. Molly se quedó un segundo mirándolo, sin entender cómo podía ser tan torpe. El caso era que el libro ya estaba en el suelo, así que se levantó para recogerlo. Una de las páginas se había doblado por una esquina. Molly maldijo en voz baja y trató de alisarla con los dedos, pero no tuvo mucho éxito. Desistiendo, se dio la vuelta para sentarse en su asiento. Y fue en ese momento cuando le conoció.
Su asiento ya estaba ocupado, y no sólo eso: su ocupante la miraba con una sonrisa burlona en los labios. Molly se quedó allí parada, mirando al chico, que ahora había sacado el mp3 del bolsillo del vaquero y pasaba canción tras canción sin prestar atención a la muchacha. Un minuto después, este levantó la cabeza y la miró como si nada hubiera pasado.
-¿Qué? -preguntó, subiendo un poco el volumen del aparato.
-Yo estaba ahí sentada -soltó ella, señalando el asiento que había ocupado unos minutos antes.
-Ya, ya lo sé. Estabas -puso mucho énfasis en la última palabra, lo cual sacó de sus casillas a Molly. Seguía subiendo el volumen.
-Mira, no sé de dónde has salido, ni me importa. Levántate ahora mismo de mi asiento, por favor -dijo casi a voz en grito.
-¿Tu asiento? ¿Qué asiento? -un poco más alto.
-¡El asiento en el que estás sentado, imbécil! -exclamó Molly. Unos cuantos pasajeros volvieron la cabeza hacia ella.
-¿Qué? ¡No te oigo! -explicó él, sin dejar de pulsar el botón que subía el volumen del sonido.
Molly dio un paso hacia él y le arrebató el mp3 ante la mirada atónita de, ahora, toda la gente del vagón. Después lo apagó y se lo devolvió.
-Toma. Y ahora, levántate de ahí.
El chico miró a Molly, de nuevo con una sorisa en los labios. Se quedó en aquella postura un momento, como si quisiera saber cómo iba a reaccionar ella ante ese gesto. Luego abrió la boca muy despacio y dijo:
-No.
Molly había reparado en que todo el vagón observaba expectante su conversación con aquel chico. En otro momento habría desistido, se habría disculpado y habría huido a algún rincón del vagón a esperar a que el tren llegara a su parada. Pero para su parada quedaba cosa de media hora, y no tenía ganas de hacer el camino de pie. Así que dejó de lado toda la coherencia de los adultos en esos momentos y se sentó encima del muchacho. La gente no sabía si reír o temerse el inicio de una nueva y mayor discusión. Una mujer hecha y derecha, sentada encima de un chico que le había quitado el sitio en el tren, como si fuera un párbulo. Algunos reprimieron una pequeña carcajada.
-¿Se puede saber qué haces? -preguntó él, sin poner mucho énfasis a su pregunta.
-Creo que está bastante claro. Sentarme.
-Ah. Vale.
Molly arqueó una ceja y le miró por encima de su hombro izquierdo.
-¿Qué? -preguntó.
-¿Qué pasa? -inquirió el chico, extrañado.
-¿Cómo que qué pasa? ¿No vas a cabrearte? ¿No vas a hacer nada?
El muchacho sonrió. ¿Qué demonios le pasaba a aquel chico? Y lo peor de todo era que ella tampoco podía contener la sonrisa...
-Noa Gallagher -dijo él, tendiendo su mano.
-Anna Molly Green. Molly para los amigos.
-Molly entonces.
De todas las cosas que a Molly le habían pasado, conocer a Noa había sido, con diferencia, la más emocionante. Aquella semana apenas pudo concentrarse en clase, lo que comenzó siendo un pequeño problema y convirtiéndose más tarde en una tremenda catástrofe. Empezó a suspender examen tras examen, y el director de la facultad amenazó con retirarle la beca si no cambiaba su actitud. Pero, ¿qué culpa tenía ella? Nunca había experimentado nada así.
Una semana llena de silencio siguió a aquella, y luego otra y otra. Entonces llegó la Navidad, y Molly dejó de tener que preocuparse por las clases y por el agobio que le suponía tener que estar siempre con la mente centrada en el estudio. Y se dedicó a patearse cada calle de la ciudad, esperando encontrar a aquel tipo tras cada esquina, junto a cada farola. Pero no apareció.
Molly subió al tren aquella mañana helada, con el bolso lleno de apuntes y las mismas ganas de empezar las clases que de tirarse a las vías. Había tanta gente como de costumbre, y la muchacha tuvo que hacerse hueco entre la muchedumbre para poder ver si quedaba algún sitio libre. Logró sentarse junto a una ventana sucia tras la que sólo podía verse el paisaje acostumbrado. Todo gris. Dios, cómo odiaba aquella ciudad. Entretuvo su camino leyendo su libro favorito, cuyas páginas ya tenían los bordes doblados de tanto uso, mientras un viejo verde trataba de ver algo más allá del corte superior de su abrigo. Una de sus cortantes -y en ocasiones salvadoras- miradas hizo que el hombre se sonrojara y apartara sus lascivos ojos de la chica.
Cosa de media hora después, una grabación anunció la llegada a la parada de Molly. Esta recogió su bolsa y metió el libro dentro. Después salió del vagón lo más deprisa que pudo y encaminó sus pasos a la triste cafetería de la estación. Aquello estaba lleno, como de costumbre. Buscó una mesa vacía (mierda, no hay ninguna cerca de las ventanas) y dejó sobre ella la bolsa con los apuntes y sus libros mientras pedía a una camarera sudamericana un cola-cao con dos sobres de azúcar. La muy estúpida le trajo un café con leche y Molly arqueó una ceja. En fin. Se sentó y empezó a tomarse aquel agua coloreada con leche mientras observaba a la gente charlar y hablar por el móvil. La mayor parte de aquellas personas (por no decir todas) estaban atadas a un trabajo, bien por la hipoteca de su casa/piso/coche, bien por la comida de sus hijos, bien por costumbres malsanas. Pero era "el deber" y Molly siempre había cumplido sus obligaciones a rajatabla.
Estuvo mirando las musarañas durante tres cuartos de hora, mientras sorbía aquel estúpido mejunge. Luego se dio cuenta de que debería estar en clase y preguntó a la camarera si tenían algún reloj por ahí. La mujer señaló una pared algo escondida del local. Ya no llegaba a la primera clase. Decidió tomarse un descanso (por una vez no pasa nada) e ir al parque de la ciudad. Al fin y al cabo estaba a una parada de allí y tenía tiempo de sobra. Dejó un par de monedas sobre la barra y salió de allí con rapidez.
Estaba guardando el monedero en el bolsillo exterior de su bolsa mientras subía al tren cuando ocurrió. Alguien la tomó del brazo y la hizo bajar del vagón. Molly no necesitó darse la vuelta para saber quién había sido el autor de tal hecho.
Hacía casi un mes desde su primer y único encuentro con Noa, pero recordaba su cara como si la hubiese estado viendo cada segundo de su vida durante todo aquel tiempo. Los ojos del muchacho quedaron fijos en los suyos durante un instante, y entonces ella se dio cuenta de lo que estaba pasando y habló.
-¿Qué demonios haces? Iba a subir a ese tren.
-Aun puedes -dijo Noa señalando las puertas del vagón.
Molly clavó sus ojos en los de aquel tipo impertinente y vulgar que la había retenido. Ya no tenía agarrado su brazo, pero seguía haciéndolo.
-¿No subes? -preguntó él.
-No, no subo.
-Pues yo sí.
Noa apartó a Molly de su camino y puso un pie en el vagón. Ella se quedó mirando, atónita. Luego le siguió.
El muchacho se sentó. Ya casi no había nadie en el tren. Molly se puso a su lado.
-¿No decías que no ibas a subir aquí?
-Haré lo que me venga en gana. Al fin y al cabo has sido tú quien no ha dejado que subiera.
-Yo también haré lo que me venga en gana -dijo Noa con una sonrisa.
Y Molly miró aquella sonrisa. Maldita sonrisa.
-¿Dónde has estado metida este mes? Tenía ganas de verte.
-¿Ganas de verme? Nuestro último encuentro no fue precisamente amistoso.
-Ese no es motivo para no querer ver tu cara, ¿no? -Noa sacó un paquete de chicles del bolsillo de la chaqueta -. ¿Quieres?
-Sí.
-De hecho, nuestro primer encuentro me gustó. Fue extraño, ¿no? Fue como el Destino.
Molly arqueó una ceja.
-¿Te gustó? Ahora sí que pienso que no estás bien de la azotea.
-Puede. Me lo dicen a menudo.
-¿Quién te lo dice a menudo?
-La gente de la calle. Ya sabes: los taxistas, los banqueros, las cajeras del supermercado... Ya hay que estar loco para meterse a cajera de supermercado, vaya.
-Mi madre es cajera de supermercado.
-Así saliste tú -apuntó Noa sonriendo.
El traqueteo del tren hizo que Molly diera un brinco en el asiento.
-No hablemos de quién salió cómo... -dijo.
Noa no contestó. Mascaba su chicle mientras miraba a través de la ventana del vagón. Ni siquiera parecía haberla escuchado.
-¿A qué te dedicas, Noa? -preguntó Molly.
El chico la miró. Maldita mirada.
-Soy fotógrafo.
-¿Y eso da dinero?
-No.
-¿Entonces por qué lo haces?
-Porque me gusta.
Molly se recostó en el asiento. Noa no parecía molesto por la pregunta, pero ella sentía que había dicho algo que no debía.
-¿Tú a qué te dedicas? -inquirió él de repente.
Molly se quedó mirando los asientos vacíos que había frente a ellos.
-Estoy estudiando medicina -dijo.
-¿Y eso te gusta?
-Bueno... Con esto es casi seguro que tengo el futuro solucionado.
Noa sonrió.
-Pero,¿te gusta?
La muchacha se volvió para mirarle a la cara. Parecía muy tranquilo, como si lo supiera todo y nada pudiera llegar a sorprenderle. Molly sintió que había metido la pata una vez más con su respuesta.
-No.
Entonces los labios de Noa pronunciaron la terrible y esperada pregunta.
-¿Y eres feliz?
-Dios. No, no soy feliz -gruñó Molly, gesticulando con las manos.
-¿Entonces?
La chica puso los ojos en blanco.
-¿Entonces qué?
-¿Piensas trabajar toda tu vida haciendo algo que odias sólo porque te arreglará el futuro?
-Tampoco es eso...
-Entonces dime qué es.
La muchacha se quedó allí callada, mirándole. Llevaba razón, y estaba segura de ello, pero, ¿qué le iba a decir? ¿Qué tenía razón, y que ella no debería haber abierto la boca? Así que, simplemente, dijo la verdad.
-No puedo trabajar en lo que me gusta. No me solucionará nada, por muy feliz que pueda hacerme...
-¿Qué te gustaría hacer?
-Antes quería cantar. Pero si no triunfo no conseguiré nada y...
-No, me refería a ahora -soltó una carcajada -. Ya casi estamos en mi parada, y me preguntaba qué tenías que hacer ahora.
-En realidad debería ir a clase -dijo Molly.
-Venga, sólo por esta vez. No pierdes nada por no ir un día, ¿no?
La chica le miró. Él sonreía de una forma tan despreocupada que...
Maldita sonrisa...
El tren paró un par de minutos más tarde, y ambos salieron al frío de la estación.
Molly había imaginado muchas veces cómo sería un encuentro con Noa si es que volvía a darse lugar, pero no fue nada de lo que esperaba. El chico tenía reacciones totalmente extrañas a lo que ella decía, y hablaba de temas que nadie que Molly conociera mencionaba. Lo mejor de todo lo que Noa contaba era la forma en que lo hacía. Podía decir la tontería más estúpida y parecer tener sentido.
Otra cosa que sorprendió a Molly fue la vida que Noa llevaba. Vivía en un pequeño apartamento en uno de los peores barrios de la ciudad, y lo pagaba con las pocas fotos que lograba vender a revistas y periódicos. Nunca tenía demasiado dinero para él, pero aun así era feliz. No se preocupaba por nada que no fuera eso, la felicidad. Parecía vivir en un mundo paralelo, haciendo sólo lo que le llenaba, sin mentiras y sin presiones. Y era un mundo que Molly realmente deseaba.
Hacia mediodía Noa y Molly volvieron al tren. El chico se empeñó en acompañarla hasta su estación, y ella tampoco opuso demasiada resistencia. El tren volvía a estar lleno y tuvieron que quedarse de pie junto a la puerta. Una frenada seca hizo que Molly perdiera el equilibrio y estuviera a punto de caer sobre los pasajeros sentados a su lado. Noa se apresuró a sujetarla de la cintura para evitar que cayera.
Consiguió impedir el golpe.
Pero cayó de todos modos.
Llevaba una semana sin tocar un solo bolígrafo, y sus ausencias en clase se hacían cada vez más frecuentes. De vez en cuando sus profesores se encaraban con ella en mitad del aula, cuando lo normal era que alabaran sus trabajos y todo lo que ella hacía en general.
El locutor de la radio parecía más cansado que nunca. Molly escuchaba sus palabras, tan pesadas, pronunciadas con tanta lentitud, mientras miraba medio ausente las notas de sus últimos exámenes, escritas en una hoja de cuaderno partida por la mitad. Iba a suspender el curso si seguía por aquel camino. Y lo más gracioso de toda aquella situación es que no le importaba apenas nada, tal y como estaban ahora las cosas.
Se sirvió una taza de café fría y le echó siete cucharadas de azúcar. Ahora sonaban los Arctic Monkeys, y lluvia. Mucha lluvia. Hoy no iría a clase.