sábado, 25 de abril de 2009

3)

Cuando volví a la universidad fue como si hubieran pasado mil años. Mi profesor favorito, el señor Jacob, se había dado de baja y nos habían puesto a una sustituta totalmente estúpida y estirada llamada Marie Wilson. Aquella mujer se presentó en clase como si fuera lo más importante sobre la faz del planeta, y, para gran asombro mío y de un par de compañeros, empezó a pasar lista.

Diane me explicó que el señor Jacob tenía cáncer, y que aquella... mujerzuela, había llegado a la universidad el jueves. Por lo visto, estaba empeñada en que todo el mundo acudiera a las clases puntualmente y de forma continuada, además, no paraba de darles sermones sobre su comportamiento, “tan poco digno de unas personas de su edad”. Enseguida noté que no iba a llevarme nada bien con una persona como ella.

Marie era una mujer alta, delgada, con cabello largo y rizado, de un rubio oscuro. Era bastante guapa, hay que admitirlo. Y tenía unos impresionantes ojos castaños, enormes y preciosos. Pero su forma de mirar hacía que perdieran cualquier tipo de belleza que pudieran poseer. Llevaba una chaqueta bastante ceñida de color gris pálido y una camisa verde del mismo tono, con una falda a juego con la chaqueta. Dejó sobre la mesa una carpeta verde justo antes de comenzar, y nos miró fríamente, con desdén.

-Comenzaré a pasar lista en unos instantes. Sacad algo para tomar apuntes.

¿”Sacad algo para tomar apuntes”? ¿Qué? Tenemos una edad, señora mía, no puede llegar y ponerse a dar órdenes de ese modo. Miré a Diane, que suspiró y empezó a abrir el bolso para sacar un bolígrafo y un cuaderno pequeño. Con el cabreo en el cuerpo, la imité, y después observé a Marie Wilson con detenimiento.

-Anna Molly Green -dijo.

-Presente -contesté.

-Ya era hora. Lleva una semana faltando, señorita Green. Espero que tenga una buena excusa para dejar de asistir a clase sin previo aviso.

Arqueé una ceja. Era lo que me faltaba, que una mujer como ella me espetara de ese modo.

-Sophie Groen...

-Espere -solté.

Marie levantó lentamente la mirada de la hoja de papel que tenía entre las manos.

-¿Qué ocurre?

-No me parece nada correcto que me hable de ese modo en mitad de la clase.

Ahora era ella quien me odiaba, estaba segura.

-No le parece correcto... A mí no me parece correcto que esté faltando tanto. Según me ha dicho mi antecesor, antes era una alumna modelo, pero de un tiempo a esta parte no asiste a las clases y suspende exámenes constantemente. No creo que esté en la posición más adecuada para debatir qué es correcto y qué no.

-Me da lo mismo lo que usted crea, pero no pienso permitir que me hable de ese modo delante de casi cuarenta personas -repliqué, ya cabreada.

-Salga de clase, señorita Green.

-Con mucho gusto.

Y diciendo esto, metí el bolígrafo en el bolso, recogí mi chaqueta y salí del aula dando un portazo.

-Sophie Groen.

-Presente.

El pasillo estaba totalmente vacío. No podía creer que me hubieran echado de clase. Así, sin más, por discutirle a una zorra estirada la forma en que me había hablado. Lo que me faltaba por oír...

Saqué el paquete de tabaco del bolso y me encendí un pitillo allí mismo. Vaya una... Agh. En serio. Estaba que hubiera matado a alguien. Así que me fui afuera para que me diera un poco el aire. Al fin y al cabo, quedaban unos cincuenta minutos para la próxima clase.


miércoles, 15 de abril de 2009

2)

Cuando nací, mi madre, Ashley Green, tenía tan sólo diecisiete años. No quería darme en adopción, aunque todo el mundo la presionaba para que lo hiciera, así que decidió marcharse del pequeño pueblo en el que vivía y se mudó a la ciudad para poder criarme sola. Supongo que de las dos ella se quedó con todo el valor. Yo nunca habría sido capaz de escaparme de casa para cuidar a un ser que solamente iba a destrozar mi vida; para sacrificar mi felicidad, mi vida, por la suya. Pasé tres años sin nombre. Mi madre me llamaba Pequeñita, y si le preguntaban por mi nombre decía que era Anna, como su madre. Cuando cumplió veinte años conoció a Jack **, con el que empezó a salir casi inmediatamente. Estaban locamente enamorados, y se casaron justo el día en que hacía un año que se conocían. Él fue quien decidió ponerme el nombre de Anna Molly.

-Para que recuerdes a tu madre -le dijo a Ashley.

Después me crié de forma bastante normal. Jack tenía cinco años más que mi madre y, después de terminar su carrera, se puso a trabajar en un centro comercial cercano. Me llevaron a un buen colegio, recibí una buena educación, y me puse a estudiar una buena carrera. Mi madre tenía miedo de que acabara como ella, y se preocupó mucho de que yo consiguiera buenas calificaciones tanto en el colegio como en el instituto.

Todos se ocuparon de mí desde el mismo instante en que mi cuerpo rozó el aire de este mundo. Todo el mundo se preocupaba por mi estado de ánimo, por mis ganas de estudiar, por mi salud. Pero nadie quiso saber qué era lo que yo quería hacer con mi vida, o cuáles eran mis sueños. Y supongo que yo nunca me acordé de ellos, o simplemente nunca llegué a tenerlos, al menos de forma consciente. No sé. La vida transcurría de una forma demasiado poco violenta, como casi todas las vidas. Y en el fondo aquella vida me aburría, me parecía un terrible tedio, necesitaba escapar de ella a toda costa.

Mi vida nunca había sido interesante, ni digna de contar. Y lo cierto es que me odiaba: odiaba mi forma de pensar, el modo en que siempre hacía lo correcto, mi manera de ver las cosas, de preocuparme por todo, de estar siempre sonriendo. Quizá, si hubiera perdido aquel tren, mi vida nunca habría cambiado. O si nadie hubiera decidido quitarme el sitio, o si yo hubiera estado de mejor humor aquel día y no hubiera abierto el pico. Pero mi vida cambió desde el mismo instante en que vi la cara de aquel tipo donde no debía.






De la semana que siguió a mi segundo asalto con Noa no recuerdo gran cosa. Falté mucho a clase. Muchísimo. Además llovió, y aquello me encantaba. Tomé mucho café y fumé más todavía, me pasaba la vida en la calle, escuchaba demasiada música. Dejé de atender las llamadas de Jack y de mi madre, y aquello conllevó que ella se presentara un buen día en mi casa y me abroncara sobre mi nuevo modo de vida. Una hora después se marchó por donde había venido, bastante más relajada.

No sé cómo, un día, justo al amanecer, me desperté y me vestí. Me puse una chaqueta que hacía tres años que no tocaba, bastante vieja y usada, y salí a la calle. Y mis pasos se dirigieron ellos solos hacia la estación de trenes. No sé por qué lo hice, porque ni siquiera recuerdo haber planeado tal cosa. Simplemente dejé que mis pies me llevaran allí a donde quisiera que iban, casi se podría decir que estaba dormida. Cuando me quise dar cuenta estaba en el andén, con un billete en el bolsillo, esperando al primer tren. Y entonces lo vi, o mejor dicho, lo sentí. No pude verlo, pues estaba de espaldas, pero durante una fracción de segundo el corazón dejó de bombear sangre y pude notar claramente la presencia de alguien, justo detrás de mí. Después escuché un sonido extraño, anónimo, pero conocido, muy familiar.

-Ya era hora, ¿sabes?

Me volví. Allí estaba.

Dios mío, cuánto deseaba ver a Noa. Y supongo que no pude siquiera contenerme, o sencillamente no quise. Antes de que terminara la frase estábamos ya contra la fachada de la estación, besándonos. Jamás había sentido una necesidad así de besar a alguien, o simplemente de verle, de escuchar su voz. Nunca había hecho nada así, y de hecho, dudaba que aquello estuviera pasando realmente.

Nos mantuvimos así durante un par de minutos. Luego él se apartó ligeramente y señaló la puerta de la estación.

-¿Vamos a desayunar?







La cafetería de la estación estaba casi vacía por completo, a excepción de los trabajadores de turno, un par de camareros y una anciana que pasaba en los andenes la mayor parte del tiempo. Noa me pidió que me sentara y dijo que él iría a pedir el desayuno a la barra, así que elegí una de las mesas más cercana a la cristalera desde la cual se podían ver las salidas de los trenes y me quedé allí, esperando.

Al cabo de unos segundos escuché la voz de Noa, tan nítida que hacía daño. Había deseado escuchar aquella voz durante tanto tiempo que ahora me parecía imposible. Incluso me volví para poder contemplarle. En ese mismo instante, Noa se dio la vuelta ligeramente, de modo que podíamos mantener contacto visual sin problemas, y me guiñó un ojo. Sonreí. No se podía ser más maravilloso. Después, uno de los camareros puso sobre la barra un par de cafés. Noa sacó la cartera y pagó el desayuno. Luego, cogió un café con cada mano y volvió a la mesa, a mi lado. Dejó los cafés y acercó una silla a la mía, de modo que estaba totalmente pegado a mí.

-¿Sabes? Pensé que no iba a volver a verte en mucho tiempo -dijo, sonriente, mientras apartaba un mechón de pelo de mi cara y lo colocaba tras mi oreja.

-Yo llegué a pensar que nunca más volvería a verte -respondí.

-No debiste pensar eso. Si hubiera pasado un día más y tú no hubieras aparecido, te habría buscado hasta encontrarte -volví mi cara hacia la suya -. Y Dios sabe que te hubiera encontrado, sí o sí.

Me besó. Luego se apartó ligeramente y volvió a besarme.

-No puedo creerlo.

Reí. Arqueó una ceja.

-¿No puedes creer que hubiera salido a buscarte?

Negué con la cabeza.

-Arpía... -soltó una carcajada y volvimos a besarnos. 

1)

Molly le dio la última calada al pitillo mientras observaba pasar el tráfico al otro lado de la ventana. Era tarde, más de las ocho, y ella ya debería estar en casa, pero se había quedado en la biblioteca de la universidad para acabar un trabajo con una amiga. La bibliotecaria hacía un par de horas que había huido, con lo que se habían quedado solas, de ahí que Molly fumara en el recinto. Y su amiga, como era natural, se había quedado dormida, gracias al efecto soporífero que la Historia producía en ella.

Anna Molly , Molly para los amigos, era una chica curiosa. Podía decirte las palabras más amables y, al instante, convertirse en la persona más odiosa de la Tierra y desearte toda clase de desgracias. Y todo ello siempre con una naturalidad pasmante, reacciones casi instantáneas. Vivía en una de esas ciudades impersonales en algún lugar perdido, llena de gente, llena de ruido y llena de gris. Nunca pasaba nada interesante, y si pasaba algo, nunca ocurría cuando ella estaba cerca.

Sí, bueno. Molly era una de esas personas que se conforman con lo que tienen porque "aun no pueden hacer nada", aunque aquello no quería decir que su vida la hiciera feliz. No le quedaba más remedio que asistir a las aburridas clases de la universidad, que escuchar las estupideces de sus insoportables compañeros de clase, que aguantar las reprimendas de su madre cuando la escuchaba decir algún taco, o que pasarse tardes y tardes sentada en su casa o en algún banco del parque, mientras esperaba que el tiempo pasara. Molly sabía que aquello era lo que había, al menos hasta que pudiera sacar algún dinero para abandonar ese lugar. Y nunca trataba de escapar de todo aquello, básicamente porque sabía que tarde o temprano tendría que regresar.

Molly estaba recogiendo los libros y metiéndolos en las mochilas cuando Diane se despertó.

-¿Dónde estoy? -preguntó con voz tomada.

-En la biblioteca. Estábamos haciendo el trabajo de Historia cuando te quedaste dormida.

-Ah, sí... ¿Qué tal ha quedado?

-Bueno, no ha quedado mal. Faltan un par de cosas, pero de eso te vas a encargar tú -dijo Molly con una sonrisa.

-Tan simpática como siempre...-replicó Diane.

Molly habría comenzado una discusión de no ser porque sabía que Diane estaba totalmente dormida, y bueno, para qué mentir, porque su tren salía dentro de diez minutos y dudaba si podría llegar a la hora.

-Te he metido los libros en la mochila -le explicó mientras se ponía el abrigo -. Ten cuidado, no te mates por las escaleras al salir.

-Sí, mamá... -respondió Diane sonriendo.

Molly le devolvió la sonrisa y salió de la biblioteca rápidamente.

Al salir del edificio, Molly fue recibida por una ráfaga de aire helado. Maldijo haber olvidado los guantes en casa mientras corría hacia la estación de trenes, unas cuatro o cinco calles más allá.

Para cuando la muchacha llegó a su destino, el tren llevaba casi un minuto parado, es decir, que faltaban escasos segundos para que saliera de aquella parada. Por si fuera poco, iba lleno hasta arriba, y Molly sopesó durante un instante la idea de quedarse en tierra y esperar a que llegara el próximo tren. Pero claro, estaba perdiendo la sensibilidad de manos y pies, y como tenía un miedo terrible a la amputación, corrió como si no hubiera mañana y saltó justo a tiempo al interior del vagón, golpeando en su caída a una señora con un bolso más grande que su cabeza y a un hombre joven que llevaba una maleta roja algo desgastada. Al acercarse a la ventanilla observó su imagen. Tenía el pelo totalmente alborotado y se había abrochado mal los botones del abrigo. No había sitio en aquel tren, así que se agarró a una de las barras metálicas y esperó.

Al llegar a la siguiente parada, una mujer se levantó de su asiento. Molly no desperdició la oportunidad y se lanzó a él. Tenía los pies tan fríos que no parecían ser suyos, y se dedicó a moverlos en círculos mientras leía un libro que había robado en la biblioteca. Entonces, el vagón dio un pequeño brinco y el libro cayó al suelo. Molly se quedó un segundo mirándolo, sin entender cómo podía ser tan torpe. El caso era que el libro ya estaba en el suelo, así que se levantó para recogerlo. Una de las páginas se había doblado por una esquina. Molly maldijo en voz baja y trató de alisarla con los dedos, pero no tuvo mucho éxito. Desistiendo, se dio la vuelta para sentarse en su asiento. Y fue en ese momento cuando le conoció.

Su asiento ya estaba ocupado, y no sólo eso: su ocupante la miraba con una sonrisa burlona en los labios. Molly se quedó allí parada, mirando al chico, que ahora había sacado el mp3 del bolsillo del vaquero y pasaba canción tras canción sin prestar atención a la muchacha. Un minuto después, este levantó la cabeza y la miró como si nada hubiera pasado.

-¿Qué? -preguntó, subiendo un poco el volumen del aparato.

-Yo estaba ahí sentada -soltó ella, señalando el asiento que había ocupado unos minutos antes.

-Ya, ya lo sé. Estabas -puso mucho énfasis en la última palabra, lo cual sacó de sus casillas a Molly. Seguía subiendo el volumen.

-Mira, no sé de dónde has salido, ni me importa. Levántate ahora mismo de mi asiento, por favor -dijo casi a voz en grito.

-¿Tu asiento? ¿Qué asiento? -un poco más alto.

-¡El asiento en el que estás sentado, imbécil! -exclamó Molly. Unos cuantos pasajeros volvieron la cabeza hacia ella.

-¿Qué? ¡No te oigo! -explicó él, sin dejar de pulsar el botón que subía el volumen del sonido.

Molly dio un paso hacia él y le arrebató el mp3 ante la mirada atónita de, ahora, toda la gente del vagón. Después lo apagó y se lo devolvió.

-Toma. Y ahora, levántate de ahí.

El chico miró a Molly, de nuevo con una sorisa en los labios. Se quedó en aquella postura un momento, como si quisiera saber cómo iba a reaccionar ella ante ese gesto. Luego abrió la boca muy despacio y dijo:

-No.

Molly había reparado en que todo el vagón observaba expectante su conversación con aquel chico. En otro momento habría desistido, se habría disculpado y habría huido a algún rincón del vagón a esperar a que el tren llegara a su parada. Pero para su parada quedaba cosa de media hora, y no tenía ganas de hacer el camino de pie. Así que dejó de lado toda la coherencia de los adultos en esos momentos y se sentó encima del muchacho. La gente no sabía si reír o temerse el inicio de una nueva y mayor discusión. Una mujer hecha y derecha, sentada encima de un chico que le había quitado el sitio en el tren, como si fuera un párbulo. Algunos reprimieron una pequeña carcajada.

-¿Se puede saber qué haces? -preguntó él, sin poner mucho énfasis a su pregunta.

-Creo que está bastante claro. Sentarme.

-Ah. Vale.

Molly arqueó una ceja y le miró por encima de su hombro izquierdo.

-¿Qué? -preguntó.

-¿Qué pasa? -inquirió el chico, extrañado.

-¿Cómo que qué pasa? ¿No vas a cabrearte? ¿No vas a hacer nada?

El muchacho sonrió. ¿Qué demonios le pasaba a aquel chico? Y lo peor de todo era que ella tampoco podía contener la sonrisa...

-Noa Gallagher -dijo él, tendiendo su mano.

-Anna Molly Green. Molly para los amigos.

-Molly entonces.






De todas las cosas que a Molly le habían pasado, conocer a Noa había sido, con diferencia, la más emocionante. Aquella semana apenas pudo concentrarse en clase, lo que comenzó siendo un pequeño problema y convirtiéndose más tarde en una tremenda catástrofe. Empezó a suspender examen tras examen, y el director de la facultad amenazó con retirarle la beca si no cambiaba su actitud. Pero, ¿qué culpa tenía ella? Nunca había experimentado nada así.

Una semana llena de silencio siguió a aquella, y luego otra y otra. Entonces llegó la Navidad, y Molly dejó de tener que preocuparse por las clases y por el agobio que le suponía tener que estar siempre con la mente centrada en el estudio. Y se dedicó a patearse cada calle de la ciudad, esperando encontrar a aquel tipo tras cada esquina, junto a cada farola. Pero no apareció.






Molly subió al tren aquella mañana helada, con el bolso lleno de apuntes y las mismas ganas de empezar las clases que de tirarse a las vías. Había tanta gente como de costumbre, y la muchacha tuvo que hacerse hueco entre la muchedumbre para poder ver si quedaba algún sitio libre. Logró sentarse junto a una ventana sucia tras la que sólo podía verse el paisaje acostumbrado. Todo gris. Dios, cómo odiaba aquella ciudad. Entretuvo su camino leyendo su libro favorito, cuyas páginas ya tenían los bordes doblados de tanto uso, mientras un viejo verde trataba de ver algo más allá del corte superior de su abrigo. Una de sus cortantes -y en ocasiones salvadoras- miradas hizo que el hombre se sonrojara y apartara sus lascivos ojos de la chica.

Cosa de media hora después, una grabación anunció la llegada a la parada de Molly. Esta recogió su bolsa y metió el libro dentro. Después salió del vagón lo más deprisa que pudo y encaminó sus pasos a la triste cafetería de la estación. Aquello estaba lleno, como de costumbre. Buscó una mesa vacía (mierda, no hay ninguna cerca de las ventanas) y dejó sobre ella la bolsa con los apuntes y sus libros mientras pedía a una camarera sudamericana un cola-cao con dos sobres de azúcar. La muy estúpida le trajo un café con leche y Molly arqueó una ceja. En fin. Se sentó y empezó a tomarse aquel agua coloreada con leche mientras observaba a la gente charlar y hablar por el móvil. La mayor parte de aquellas personas (por no decir todas) estaban atadas a un trabajo, bien por la hipoteca de su casa/piso/coche, bien por la comida de sus hijos, bien por costumbres malsanas. Pero era "el deber" y Molly siempre había cumplido sus obligaciones a rajatabla.

Estuvo mirando las musarañas durante tres cuartos de hora, mientras sorbía aquel estúpido mejunge. Luego se dio cuenta de que debería estar en clase y preguntó a la camarera si tenían algún reloj por ahí. La mujer señaló una pared algo escondida del local. Ya no llegaba a la primera clase. Decidió tomarse un descanso (por una vez no pasa nada) e ir al parque de la ciudad. Al fin y al cabo estaba a una parada de allí y tenía tiempo de sobra. Dejó un par de monedas sobre la barra y salió de allí con rapidez.

Estaba guardando el monedero en el bolsillo exterior de su bolsa mientras subía al tren cuando ocurrió. Alguien la tomó del brazo y la hizo bajar del vagón. Molly no necesitó darse la vuelta para saber quién había sido el autor de tal hecho.

Hacía casi un mes desde su primer y único encuentro con Noa, pero recordaba su cara como si la hubiese estado viendo cada segundo de su vida durante todo aquel tiempo. Los ojos del muchacho quedaron fijos en los suyos durante un instante, y entonces ella se dio cuenta de lo que estaba pasando y habló.

-¿Qué demonios haces? Iba a subir a ese tren.

-Aun puedes -dijo Noa señalando las puertas del vagón.

Molly clavó sus ojos en los de aquel tipo impertinente y vulgar que la había retenido. Ya no tenía agarrado su brazo, pero seguía haciéndolo.

-¿No subes? -preguntó él.

-No, no subo.

-Pues yo sí.

Noa apartó a Molly de su camino y puso un pie en el vagón. Ella se quedó mirando, atónita. Luego le siguió.

El muchacho se sentó. Ya casi no había nadie en el tren. Molly se puso a su lado.

-¿No decías que no ibas a subir aquí?

-Haré lo que me venga en gana. Al fin y al cabo has sido tú quien no ha dejado que subiera.

-Yo también haré lo que me venga en gana -dijo Noa con una sonrisa.

Y Molly miró aquella sonrisa. Maldita sonrisa.

-¿Dónde has estado metida este mes? Tenía ganas de verte.

-¿Ganas de verme? Nuestro último encuentro no fue precisamente amistoso.

-Ese no es motivo para no querer ver tu cara, ¿no? -Noa sacó un paquete de chicles del bolsillo de la chaqueta -. ¿Quieres?

-Sí.

-De hecho, nuestro primer encuentro me gustó. Fue extraño, ¿no? Fue como el Destino.

Molly arqueó una ceja.

-¿Te gustó? Ahora sí que pienso que no estás bien de la azotea.

-Puede. Me lo dicen a menudo.

-¿Quién te lo dice a menudo?

-La gente de la calle. Ya sabes: los taxistas, los banqueros, las cajeras del supermercado... Ya hay que estar loco para meterse a cajera de supermercado, vaya.

-Mi madre es cajera de supermercado.

-Así saliste tú -apuntó Noa sonriendo.

El traqueteo del tren hizo que Molly diera un brinco en el asiento.

-No hablemos de quién salió cómo... -dijo.

Noa no contestó. Mascaba su chicle mientras miraba a través de la ventana del vagón. Ni siquiera parecía haberla escuchado.

-¿A qué te dedicas, Noa? -preguntó Molly.

El chico la miró. Maldita mirada.

-Soy fotógrafo.

-¿Y eso da dinero?

-No.

-¿Entonces por qué lo haces?

-Porque me gusta.

Molly se recostó en el asiento. Noa no parecía molesto por la pregunta, pero ella sentía que había dicho algo que no debía.

-¿Tú a qué te dedicas? -inquirió él de repente.

Molly se quedó mirando los asientos vacíos que había frente a ellos.

-Estoy estudiando medicina -dijo.

-¿Y eso te gusta?

-Bueno... Con esto es casi seguro que tengo el futuro solucionado.

Noa sonrió.

-Pero,¿te gusta?

La muchacha se volvió para mirarle a la cara. Parecía muy tranquilo, como si lo supiera todo y nada pudiera llegar a sorprenderle. Molly sintió que había metido la pata una vez más con su respuesta.

-No.

Entonces los labios de Noa pronunciaron la terrible y esperada pregunta.

-¿Y eres feliz?

-Dios. No, no soy feliz -gruñó Molly, gesticulando con las manos.

-¿Entonces?

La chica puso los ojos en blanco.

-¿Entonces qué?

-¿Piensas trabajar toda tu vida haciendo algo que odias sólo porque te arreglará el futuro?

-Tampoco es eso...

-Entonces dime qué es.

La muchacha se quedó allí callada, mirándole. Llevaba razón, y estaba segura de ello, pero, ¿qué le iba a decir? ¿Qué tenía razón, y que ella no debería haber abierto la boca? Así que, simplemente, dijo la verdad.

-No puedo trabajar en lo que me gusta. No me solucionará nada, por muy feliz que pueda hacerme...

-¿Qué te gustaría hacer?

-Antes quería cantar. Pero si no triunfo no conseguiré nada y...

-No, me refería a ahora -soltó una carcajada -. Ya casi estamos en mi parada, y me preguntaba qué tenías que hacer ahora.

-En realidad debería ir a clase -dijo Molly.

-Venga, sólo por esta vez. No pierdes nada por no ir un día, ¿no?

La chica le miró. Él sonreía de una forma tan despreocupada que...

Maldita sonrisa...

El tren paró un par de minutos más tarde, y ambos salieron al frío de la estación.







Molly había imaginado muchas veces cómo sería un encuentro con Noa si es que volvía a darse lugar, pero no fue nada de lo que esperaba. El chico tenía reacciones totalmente extrañas a lo que ella decía, y hablaba de temas que nadie que Molly conociera mencionaba. Lo mejor de todo lo que Noa contaba era la forma en que lo hacía. Podía decir la tontería más estúpida y parecer tener sentido.

Otra cosa que sorprendió a Molly fue la vida que Noa llevaba. Vivía en un pequeño apartamento en uno de los peores barrios de la ciudad, y lo pagaba con las pocas fotos que lograba vender a revistas y periódicos. Nunca tenía demasiado dinero para él, pero aun así era feliz. No se preocupaba por nada que no fuera eso, la felicidad. Parecía vivir en un mundo paralelo, haciendo sólo lo que le llenaba, sin mentiras y sin presiones. Y era un mundo que Molly realmente deseaba.

Hacia mediodía Noa y Molly volvieron al tren. El chico se empeñó en acompañarla hasta su estación, y ella tampoco opuso demasiada resistencia. El tren volvía a estar lleno y tuvieron que quedarse de pie junto a la puerta. Una frenada seca hizo que Molly perdiera el equilibrio y estuviera a punto de caer sobre los pasajeros sentados a su lado. Noa se apresuró a sujetarla de la cintura para evitar que cayera.

Consiguió impedir el golpe.

Pero cayó de todos modos.







Llevaba una semana sin tocar un solo bolígrafo, y sus ausencias en clase se hacían cada vez más frecuentes. De vez en cuando sus profesores se encaraban con ella en mitad del aula, cuando lo normal era que alabaran sus trabajos y todo lo que ella hacía en general.

El locutor de la radio parecía más cansado que nunca. Molly escuchaba sus palabras, tan pesadas, pronunciadas con tanta lentitud, mientras miraba medio ausente las notas de sus últimos exámenes, escritas en una hoja de cuaderno partida por la mitad. Iba a suspender el curso si seguía por aquel camino. Y lo más gracioso de toda aquella situación es que no le importaba apenas nada, tal y como estaban ahora las cosas.

Se sirvió una taza de café fría y le echó siete cucharadas de azúcar. Ahora sonaban los Arctic Monkeys, y lluvia. Mucha lluvia. Hoy no iría a clase.